Virginia es inspiradora por donde se la mire. Tiene una historia de supervivencia, primero, porque para llegar hasta acá tuvo que sobrevivir. Y luego sí, de superación. Su mamá se llama Sol y, mientras la llevaba en su viente, le dieron una terrible noticia. «Su hija no va a vivir más de dos o tres horas. Y, si sobrevive, va a esta postrada con una calidad de vida muy baja».
Sol Morello -quien trabajaba en el Casino Club, en Santa Rosa- tenía 21 años cuando quedó embarazada por primera vez. Entonces, estaba en pareja con Pablo, el papá de Virginia. A los tres meses empezó con unas pérdidas que la preocuparon y se hizo una eco. «Cuando la vieron me dijeron que el bebé tenía un problema, aunque no sabían qué», contó a Infobae. Podía ser una escoliosis porque se veía una malformación desde la columna hasta la cabeza. También hablaron de labio leporino. Al mes se le produjo una hidrocefalia y vieron que había una deformación en la columna. Finalmente le diagnosticaron mielomeningocele«.
La mielomeningocele es una anomalía que empieza en el feto dentro del útero y provoca que la columna no termine de cerrarse. Le dicen «espina bífida» y literalmente significa «columna partida». Cuando recibió el primer diagnóstico, Sol viajó junto a su padre para hacerse una ecografía 3D y el pronóstico del médico no fue alentador: «Nace y se muere, en un 99 por ciento. Te voy a dejar un por ciento de esperanza, por las dudas», escuchó Sol.
¿Cómo siguió con el embarazo de un bebé que probablemente tendría minutos de vida? Sol sabía que tenía vida en su vientre, eligió un nombre para su hija, le puso Virginia, se acarició la panza. Trató que esos nueve meses que solo ellas podían explicar fueran únicos. «Me aferré al embarazo, disfruté de la panza a pesar de que arreglé todo con los neonatólogos sabiendo que iba a ser mamá un par de horas más».
El día que salió para la clínica, Sol no llevó ropa para su bebé: «Tenía muy claro que mi hija no volvía conmigo a casa».
Virginia nació el 7 de enero de 2002 y sobrevivió a esos fatales primeros minutos. A las tres horas, el doctor Emilio Cano, un reconocido cirujano de La Pampa, intervino su columna («le cerró el mielo», explica la madre) después de una operación con mucha dificultad. Virginia se quedó en terapia mientras Sol seguía mentalizada que de un momento a otro llegaría la peor noticia. Pero pasó las primeras doce horas y la primera noche. También sobrevivió una semana. Y a la segunda, el médico pidió habar con Sol: «Señora, se puede ir con su hija, la beba tiene el alta».
«Me sorprendieron con la mejor noticia de la vida. Era una lauchita de chiquita, midió 39 centímetros y yo no había llevado la ropa», recuerda Sol que decidió luchar por su hija y empezó un proceso frenético de estimulación, rehabilitaciones y recorridas por centros terapéuticos.
Virginia no iba a poder caminar pero, lejos del pronóstico inicial que le habían dado, iba a tener una vida plena y llena de desafíos.
Si hay algo que hoy se critica Sol es cómo crió a Virginia: la sobreprotegió. «La cuidé demasiado, le estuve muy encima, me daba un poco miedo dejarla sola…», aunque por la independencia que muestra su hija 17 años después no debería reprocharse nada.
Desde que comenzó a integrarse a la vida con otros chicos, Virginia mostró una adaptación increíble. Y lo que parecía una carencia a veces fue una fortaleza. «Si había una carrera en el recreo yo tenía mis ruedas», cuenta. Y se suma a la charla y empieza a desdramatizar su situación con algo de humor negro: «Un día le dije a mi abuela que no sentía las piernas».
¿Cómo fueron sus comienzos en el deporte grupal? Sol jugaba al cestoball y una tarde su hija la quiso acompañar al entrenamiento. Enseguida se enganchó y empezó a ir todas las tardes junto a la madre al club Sportivo Toay, a 10 kilómetros de Santa Rosa. Una tarde, las compañeras armaron un partido en sillas de ruedas y Virginia empezó a jugar al cesto. «La sonrisa no me cabía en la cara», recuerda.
Vir y Sol construyeron una relación simbiótica, no se separaban un segundo. La madre no la dejaba nunca sola. La bañaba, la cambiaba y también cuidaba cada detalle por los problemas que podía provocarle su enfermedad. La dependencia era absoluta. Eso, hasta que llegó el básquet a su vida.
Ahora es miércoles, apenas pasado el mediodía, y Virginia Navarro pica la pelota naranja sobre el parquet del Club Belgrano de Santa Rosa, La Pampa. La chica que ya cumplió 17 años (que se luce jugando al básquet) es un claro ejemplo de cómo el deporte es clave a la hora de integrar y puede cambiar la vida de una persona discapacitada.
Una tarde, a mediados de 2017, Romina Iglesias vio entrar a Virginia Navarro al Instituto Toay, donde hace la Secundaria. Romina encabeza el Programa Provincial de Deporte Adaptado de La Pampa junto a dos profesores más, Juan Cruz Colombier y Esteban Olivares. Los tres se han convertido en una especie de sabuesos que buscan personas con discapacidad por Santa Rosa y alrededores para invitarlos a practicar deportes. «Los seguimos por todos lados, queremos integrarlos… ¡y somos insistentes!», aceptan.
Aquel día, Iglesias entró a l colegio para invitar a Virginia a hacer atletismo con otros chicos con discapacidades, pero la chica fue tajante: «‘No me interesa, yo juego federada al cestoball con chicos convencionales’, me contestó y me sacó rajando», recuerda la profesora.
Ahora, Virginia reconoce que aquella respuesta tenía que ver con una especie de negación. «Me relacionaba con convencionales para sentirme que era como ellos. De alguna manera, no quería terminar de ver que yo tenía una discapacidad», acepta la joven que en 2016 se convirtió en la primera chica federada que jugaba cestoball en silla de ruedas.
Otra tarde fue Colombier el que habló con Sol para que invitara a su hija, aunque esta vez la propuesta fue el básquet. «Nos costó convencerla, pero esa semana venía la Selección Nacional a La Pampa a concentrar con los chicos y a Virginia le divirtió la idea», recuerda Juan Cruz, el otro entrenador.
Ese fue el fin de semana que lo cambió todo. «Virginia nunca se había quedado sola en ningún lado», asegura Sol que vio cómo su hija no tardó en relacionarse con el resto de los chicos y decidió pasar la noche en la concentración a cargo de los profes. Al día siguiente, cuando se reencontraron madre e hija, algo había cambiado. Básicamente, ese cordón umbilical invisible que las había mantenido inseparables durante 15 años se había cortado. Y con él, la dependencia. «Le dije que me iba a los Juegos Evita en el Chaco. Mi vieja no podía creer que me fuera sola. Ese día empecé a independizarme».
Virginia comenzó a jugar al básquet y a cambiar su vida. Fue la manija del equipo local que consiguió el tercero y el cuarto puesto a nivel nacional de los últimos años. Empezó a jugar en 2017 y ya fue convocada a la Selección Nacional de Básquet Adaptado, lo que le permitió recibir una beca y que le dieran una silla profesional. Un detalle no menor: Virginia tiene 17 años y su compañera más grande del seleccionado cuenta 38.
«El básquet me cambió la vida», cuenta Vir, como le dicen sus amigos. Es que, desde que se puso la camiseta nacional, empezó a codearse con mujeres con sus mismos problemas pero con más experiencia. Y ellas le enseñaron a valerse por sí misma: «Las chicas se portan re bien conmigo, me apoyaron ni bien llegué. Desde prestarme camisetas hasta educarme para no depender más de mamá ni de nadie. Ellas me dieron las instrucciones para hacer el cateterismo yo misma, me enseñaron a cambiarme, a bañarme… Si quisiera, hoy podría vivir sola, algo que un tiempo atrás era impensado«, dice.
Y cuenta que el año que viene planea iniciar la Universidad, aunque tiene un deseo. «No quiero que el estudio postergue mi carrera deportiva, voy a complementarlo», dice.
fuente: Diario Textual