En este artículo Héctor Becerra pone en evidencia que la intervención de los trolls en las comunicaciones se inscribe en la cultura de la desaparición ya que los técnicos se esconden detrás de una identidad falsa y desde allí provocan al otro, lo confunden y lo influencian.
En la jerga digital se ha divulgado la figura del troll que describe a una persona que se ampara en una identidad falsa para intervenir en las redes sociales con el objetivo de molestar, provocar confusión, buscar una respuesta emocional positiva, o negativa, en los usuarios y/o lectores con fines de influir en las comunicaciones y por ende en los objetivos políticos. Porque se descubre que estos trolls trabajan de manera grupal, organizada y sistemáticamente para incidir e influenciar en ciertos temas de la agenda informativa. De allí que también se hable de los troll-center como los centros donde se organizan estos grupos de técnicos en informática.
El año pasado (2017) los docentes de la provincia de Buenos Aires estaban realizando un paro contra el gobierno por haber fijado el aumento para este gremio en 18 %, desconociendo las paritarias, que son –justamente- la búsqueda de acuerdos no unilaterales entre la patronal y los trabajadores. En ese momento aparece un tweet en las redes sociales de una persona que se ofrecía para dar clases gratuitas en las escuelas de forma tal que los alumnos no se atrasaran en sus estudios. El tweet se viralizó y aparecieron cientos de personas que pretendiendo solidarizarse con los alumnos se ofrecían a través de las redes sociales como eventuales e improvisados maestros suplentes.
Las que al principio aparecían como propuestas espontáneas y voluntarias se revelan como rigurosamente organizadas por los troll-center. Tratando de reemplazar el trabajo especializado de los docentes avasallaban su derecho a huelga para luchar por mejoras salariales y presupuestarias. La consultora Digamos demostró cómo se organizó esta operación de política comunicacional en contra de los docentes. Se supo que ese primer tweet era de un asesor del Pro, Mariano Bronenberg ex teniente coronel del Ejército y espía del Batallón 601.
Resulta sumamente interesante que la publicación de ese primer tweet haya sido realizada por un troll que participó en tareas de inteligencia ya que el acceso a lo que sucede en el terreno del espionaje nos permitirá entender cómo los estereotipos de la comunicación desde el nacimiento de la guerra fría se van tornando cada vez más sofisticados degradando la vinculación intersubjetiva.
El periodista Walter Lippmann popularizó el término en un libro que se llamaba justamente Guerra fría para referirse a la disputa que enfrentó después de 1945 a los Estados Unidos y sus aliados por un lado, y al grupo de naciones lideradas por la Unión Soviética por el otro; donde lo novedoso es que nunca se produjo un enfrentamiento directo entre ambas superpotencias. Sin embargo, los conflictos armados proliferaron en toda Latinoamérica y siempre, detrás de los contendientes, aparecían de una manera más o menos velada ambas potencias.
La noción de guerra como conflicto armado entre dos naciones beligerantes con sus ejércitos uniformados que marchan con su pabellón nacional al frente se vuelve una idea perimida. ¿Quiénes son ahora los antagonistas en esos enfrentamientos? ¿Quién es uno y quién el otro? ¿Cómo y dónde ubicarlos en los conflictos? No es casual que en este momento se produzca el apogeo del espionaje.
El espionaje es la obtención secreta de información que la fuente informativa no desea revelar. El término se puede emplear en referencia a los ámbitos militar, político, económico y hasta empresarial. En principio se lo relacionaba con la política exterior y la defensa. De allí que para el Derecho el espionaje es una actividad delictiva y suele estar tipificado como delito de especial gravedad merecedor de máximas penas.
Pese a las características románticas y de aventura que le han imprimido las novelas de ficción y los medios de comunicación –recordemos el caso del agente 007 James Bond, personaje surgido de la novela de Ian Fleming: Casino Royale– el espionaje está intrínsecamente unido al engaño, el fraude y la violencia. El espía se ha despojado del uniforme que lo identificaba como parte integrante de un ejército y se mimetiza con ropas de civil, allí está el engaño; con esa apariencia le hace creer a sus enemigos que él es uno más de ellos, he ahí el fraude. Aprovechando que no se lo toma como un enemigo, no se lo combate; sino que se le trata como un aliado, de allí que ejerza la violencia porque entra en una batalla desleal y desproporcionada.
Si la devaluación de la vinculación intersubjetiva resulta evidente, digamos que en nuestro país la situación no ha sido menos escandalosa. En 1975 el ejecutivo firmaba un decreto que encargaba a las Fuerzas Armadas la aniquilación de la subversión. La cuestión es que la represión de las organizaciones guerrilleras se lleva a cabo sin tener en cuenta los derechos de quienes las integraban; es decir, que los militares sostienen la idea de que habían librado una guerra. Sin embargo, las leyes de la guerra permiten matar enemigos en el combate; pero, no autorizan a torturar y tampoco a matar prisioneros, ni civiles.
Para llevar a cabo sus propósitos de aniquilar la guerrilla los militares combaten tanto a los militantes de las organizaciones como a los afiliados y adherentes a los partidos políticos, tanto a los guerrilleros como a los ideólogos, tanto a hombres como mujeres y niños, tanto a cómplices como a parientes y amigos, tanto a culpables como inocentes. Esta indiferenciación entre combatientes y no-combatientes, entre unos y otros vulneró la confianza en el sistema. La angustia por la propia subsistencia crea una adaptación al último recurso estratégico del sujeto: la aceptación del fenómeno del terror.
Los militares pusieron en evidencia que la aniquilación y la desaparición del enemigo además de ser una estrategia militar tenía un objetivo político: sus efectos expansivos; es decir, el terror diseminado por toda la sociedad. María Seoane y Vicente Muleiro sostienen en El dictador que la instauración del terror no fue sólo el intento de brindar una solución a un problema acuciante; sino y fundamentalmente la necesidad de establecer una vía de comunicación que impactara en la subjetividad de la sociedad de tal manera que el clima de normal confianza que impera y debe imperar en todo Estado de derecho fuera sustituido por la confusión, el desconcierto y la angustia inmovilizando a la sociedad de tal forma que ésta le concediera esos cinco años de plazo que Martinez de Hoz le había solicitado a Videla para modificar el sistema económico y financiero de la Argentina.
Pilar Calveiro autora de uno de los textos fundamentales sobre esta época (Poder y desaparición) hace referencia a un poder que circuló por todo el tejido social y que no puede haber desaparecido. Ella sostiene –haciendo un juego de palabras- que es una ilusión que la sociedad suponga que el poder desaparecedor haya desaparecido. Las víctimas del terrorismo de Estado no son sólo aquellos sujetos detenidos y desaparecidos, los asesinados, sus familiares, allegados y los que debieron exiliarse; sino también gran parte de la ciudadanía que fue alcanzada por el fenomenal aparato represivo del Estado.
Los periodistas y analistas políticos se interrogaban por qué los movimientos obrero y estudiantil –grandes protagonistas de todos los eventos del siglo XX- se mantuvieron tan inactivos durante dos décadas y ni siquiera acompañaron a los desocupados y los ahorristas estafados en las manifestaciones del 19 y 20 de diciembre de 2001.
Esos periodistas y analistas políticos no tuvieron en cuenta que la represión instaurada por la dictadura ha sido responsable de miles de desaparecidos, lo cual como efecto residual ha dado lugar a una cultura de la desaparición. Esto quiere decir que si bien en un sentido cronológico, la dictadura dio paso al proceso democrático, el terrorismo de Estado ha afectado no sólo a las víctimas y sus familiares, sino a todo el cuerpo social de manera continua y aparentemente invisible.
Este breve recorrido intenta poner en evidencia que la intervención de los trolls en las comunicaciones se inscribe en esa cultura de la desaparición ya que los técnicos se esconden detrás de una identidad falsa como hacían y –seguramente- hacen los espías y desde allí provocan al otro, lo confunden y lo influencian. Por otra parte, si la actividad de espionaje merece una descalificación tan fuerte, encuentra una cierta justificación cuando se trata de hacerlo con el enemigo. Pero, los trolls actúan sobre sus conciudadanos, sobre personas que comparten un suelo, una bandera, con personas que seguramente mandan a sus hijos a la misma escuela.
¡Un psicoanalista a la derecha!
Por Héctor Becerra - Psicoanalista y escritor (Su último libro publicado es La maravilla de estar comunicado)- Publicado en La Tecl@ Eñe y RadioDon